lunes, agosto 29, 2005

La Iliada de Homero: El tiempo de dioses y mortales

*A partir del Canto V de la Iliada
El tiempo de dioses y mortales

La paradoja de leer cómodamente en nuestros asientos la Iliada no puede sino producirnos un sentimiento de lejanía, de lo extranjero y hasta de lo exiliar. Entrar en su laberinto de héroes y dioses que se debaten en la más crucial de las batallas, en un mundo ya ido en las arenas del tiempo puede cobijar la más trágica de las nostalgias.
Como los viejos y tan nuevos poetas caeríamos en la siempre novedosa pregunta “¿dónde están?”. ¿Qué fue de esos tiempos en que los hombres desataban con bravura un combate mano a mano, viéndose las caras, condescendiendo con una trascendencia espiritual y temporal que los alentaba a dar la vida por un orden que consideraban digno de defensa?
Creo que todo ser medianamente sensible –creo, pues hoy no se puede dar nada por sentado- remite en algún punto de su vida hacia un pasado ya ido y que pudo ser mejor; un pasado rico en tradiciones y ritos que ya nuestros padres desconocían y de la que sólo quedan un puñado de impurezas. Detrás de todo gran hombre hay un gran abuelo, detrás de todo gran escritor hay siempre un montón de viejos contemporáneos.
Todo dice que Homero fue al igual que Dante y Pound un gran escucha de tiempos remotos y fieras leyendas que se resistían al olvido. Así también los héroes de la Iliada son protegidos por los eternos dioses, como también revestidos por un nombre y un origen. Este armazón existencial los arrojaba al riesgo de proteger un ideal y un linaje, un orden que se jugaba su continuidad en el dominio de la espada y la creación de una fama para el héroe y su comunidad.
En los Cantos V y VI –tal vez los más crudos de la historia de la literatura- encontramos esta profundidad que sopesa en el ser de cada uno de los guerreros que protegen o se aprestan a sitiar la ciudad de Troya. A su vez los dioses intervienen por sus protegidos, ya salvándolos de la oscura muerte, ya alentándolos o beneficiándolos contra sus contendores.
Primeramente, esa sangre que defiende el héroe, escudo y rostro de una tradición, es advertida tras la aparición de cada uno, aparición que difiere entre una acción directa y continua en la narración, o en el único momento de recibir la herida y partir al Hades. Según sea su participación en los hechos se hace memoria de sus actos en esta tierra y de la familia de la cual proviene.

A su vez les dio Eneas la muerte a dos dánaos valientes,
a los hijos de Diocles, Cetrón y al intrépido Orsíloco,
cuyo padre vivía en la villa amurallada de Feres
con muy grandes riquezas, el cual a su vez descendía
del Alfeo, ancho río que riega la tierra de Pilos.


Esta cita perteneciente al Canto V ejemplifica con toda claridad de lo que queremos dar cuenta. Al mismo tiempo, sin desordenar suficientemente nuestra biblioteca, podemos encontrar una correlación en el dato biográfico con otros dos libros clásicos de nuestra civilización; me refiero a la Biblia y al Libro de Gilgamesh en donde el árbol genealógico y el lugar de origen de un individuo particular tienen similar importancia que en el mundo griego. Ese linaje que bien puede descender de los dioses o de los grandes hombres es un punto de sincretismo de toda la antigüedad clásica y un extraño corte con respecto a nuestra consideración de la individualidad. Hoy no vemos en los periódicos que al ser nombrado el Presidente de la Corte Suprema o el jugador estrella de tenis se relate a continuación sus logros y el prestigio de su familia. Lo cierto es que la desaparición de la aristocracia a favor de una plutocracia tecnócrata, el avance técnico en el campo de batalla en desmedro del sentido de heroísmo, y lo escueto del lenguaje publicitario y de los medios de comunicación para ser del todo comprensibles, nos dejan a una distancia de millones de valores y motivos por siglo de esa época.
Pero dentro de los griegos –y a diferencia de los otros pueblos- existía una palabra que perfectamente daba cuenta de este valor en el campo de batalla y en la vida común. Esta palabra es Areté, que significaba la excelencia en el obrar y que se traducía en la entrega en vida por un ideal, que dignificaba por completo la existencia humana. La conciencia de finitud del griego y su creencia en el Hades, aquel lugar oscuro, de sombras, donde todos eran iguales, sin jerarquías como en la vida, proveía al individuo de un imperativo a hacer de su paso por la existencia una instancia glorificadora y digna del recuerdo cantado por los poetas.
Es así como estos héroes, Aquiles, Odiseo, Héctor, Diógenes, Eneas, Agamenón y Menelao no son olvidados por Homero, que no es más que la voz de las centurias y la memoria de un pueblo. Y así también todo hombre que entregó su vida heroicamente en este encuentro de dioses y hombres en disputa por la belleza, sale del triste anonimato de la guerra y encarna en su caída a los sin tierra, mudos testigos del ocaso de una Era.
Los divinos no temen ser heridos en el campo de batalla o que los hombres los insulten con su atrevimiento. Afrodita pues se lanza en defensa de su hijo Eneas herido por la piedra lanzada por Diómedes. Herida también ella sube al Olimpo para ser reprendida por Zeuz, pidiéndole este consagrarse a las dulces tareas del lecho. El atentar contra la divinidad, el traspasar el límite es también propio de los helénicos y su mayor metaforización es el teatro, donde a través de la catarsis se daba esa vía de entrada a los designios divinos, pasa así al mismo tiempo devolverlos intactos a sus cómodos sillones.
Al finalizar el Canto V se produce una escena que podría cautivar a cualquier hombre moderno, y más aún a cualquier filósofo del siglo XIX. Tras herir a Cipris, luchando como un dios, Diómedes se enfrenta al dios Ares que cae vencido, lanzando un grito semejante al de diez mil hombres. Encarando al orgulloso Zeus lo culpa de los horrorosos tormentos que los dioses deben soportar a fin de agradar a los hombres. El gran Zeus lo acusa de inconstante, de odioso, pues siempre amó la guerra y ahora queja por ella. Mas, sólo cumpliendo como padre lo cura; pero la carne sigue abierta, ha desatado una guerra más grande que todas sus posibilidades; los dioses vuelven al Olimpo y al entonar el poeta el Canto VI en la tierra se ha desatado la más sangrienta y descontrolada batalla, solos, en un terreno baldío, se enfrentan los mortales a las orilla del río Simois y del Janto.

4 comentarios:

pato dijo...

Buenísimo... un análisis y un punto de vista conmovedor, objetivo y directo. Según yo, una de las mejores cosas escritas por ti en el último tiempo.

No olvides visitar mis traducciones. Hice una especialmente para ti, que habla de la absorción de ciudades satélites por la metrópoli... y "El misterio de los Santos Inocentes" completo.

Salve

Anónimo dijo...

A propósito de ancestros prestigiosos, me enteré aqui, hace unos minutos, de que Marconi, el inventor del telégrafo sin hilos, o sea, la radio, "trabajó durante mucho tiempo en un aparato que, según él, le permitiría recibir y grabar voces y sonidos del pasado.

Su mayor ilusión era grabar las últimas palabras que pronunció Cristo en la cruz."
Este ancestro tiene nombre suficiente como para no hacer nada en toda mi vida y sentirme realizado.
Saluditos!

Anónimo dijo...

Excelente blog, llegue por ¿azar? bueno en fin, agradableagradable-- ahi va el mio por si te animas a revisarlo janismacher.blogspot.com

Anónimo dijo...

uuuuuuyyyyy Diego y Cony se aman.